(Por Norberto Lischinsky) Pongámonos en materia: el objeto del debate que compromete a pensadores y cinéfilos de todo el orbe es una mediocre cinta de 122 minutos filmada en Italia por un novel director estadounidense con un elenco internacional de segundas figuras. Nada en el film justifica semejante tasa de reflexión: ni la dirección, rutinaria y truculenta, ni el despliegue de los actores. La eficacia de la fotografía y las decisiones de un guión más que objetable conducen a la verdadera razón de la controversia: “La Pasión de Cristo” narra las últimas doce horas de Jesús de Nazaret, un carpintero galileo que se convirtió en la figura central de la civilización occidental en los últimos dos milenios. Y lo hace desde una posición ideológica e histórica provocativa e irritante para el pueblo en cuyo seno nació el nazareno.

Alguna consideración adicional: el concentrarse en un segmento tan acotado de la historia, el director Mel Gibson obviamente la descontextualiza. Como alusiones al pasado, opta por escasos flashback que refieren al mensaje de amor de Jesús, a su niñez, a la feliz y apacible vida del carpintero. La Resurrección obtiene de los guionistas tan solo los segundos finales de una edición desprolija y arrebatada, en una decisión que seguramente obedece a la voluntad de reducir metraje y extensión. El film describe de manera esmerada y efectista las torturas padecidas por Jesucristo a manos de los soldados romanos. Si algún jalón puede significar “La pasión…” en la historia de la cinematografía se relacionará seguramente con su crueldad sin par. Descartando cualquier sutileza, optando por mostrar en lugar de sugerir, Gibson propone al espectador una excursión al territorio más bajo y detestable de la naturaleza humana, una marisma a la cual no desciende ninguna otra especie animal: la tortura, el ensañamiento con el cuerpo y los sentidos de un ser indefenso. Y si bien el autor de estas líneas carece de toda formación en el estudio de la psiquis, no sería temerario suponer que semejante regodeo en la exhibición minuciosa del tormento guarda relación con la patología morbosa de una mente enferma. Muy enferma. ¿CONCILIO VATICANO? Mel Gibson es neoyorquino, criado en Australia y militante de una organización cristiana que reniega de la tutela vaticana a partir del Concilio Vaticano II, de cuyas reformas abomina. Celebra la misa en latín y mantiene vivo el espíritu preconciliar confrontativo con las restantes religiones monoteístas, fundamentalmente la imputación de deicidio enrostrada a los judíos. Es innecesario recordar que el antisemitismo pertinaz de la principal organización religiosa de Occidente, la Iglesia Católica Apostólica Romana, desencadenó o posibilitó un sin fin de matanzas, persecuciones, expulsiones y vejámenes contra las minorías judías a lo largo de dos milenios, incluyendo hitos tales como las Cruzadas, la Inquisición, los desalojos masivos de España y Portugal y una inexcusable responsabilidad en el Holocausto. El estigma de deicidas, responsables del asesinato del Dios Hijo, ultrajó a los judíos durante casi veinte siglos. En una inculpación que no reconoce otro antecedente en la historia, convirtió a todos los miembros coetáneos del Pueblo de Jesús en agentes solidarios de su martirio y muerte, pero extendió ese baldón a su descendencia por los siglos de los siglos. Esa maldición, que jamás emanó de la enseñanza del Padre del Cristianismo, podría relacionarse quizás con la lucha por la hegemonía sobre las sinagogas del Mediterráneo en los albores de la Era Común, pero (agotado ese conflicto) perduró como sustento de su descalificación y acosamiento. El Concilio Vaticano II, convocado por el Papa Juan XXIII, efectuó un vuelco revolucionario: modificó la liturgia, implantó cambios doctrinarios radicales y por medio de la Encíclica Nostra Aetate revisó la relación con el Pueblo Judío. Con la firma del Papa Pablo VI (Angelo Roncalli ya había fallecido), el documento desacreditó el cargo de deicidas, puesto que “todo lo que se realizó en Su pasión, no puede atribuirse ni indistintamente a todos los Judíos que vivían entonces ni a los Judíos de nuestro tiempo”. En un acto de contrición que sería luego explicitado aún más firmemente por el Papa Juan Pablo II, Nostra Aetate “deplora los odios, las persecuciones y todas las manifestaciones de antisemitismo, que, cualesquier que sean su época y sus autores, se han dirigido contra los Judíos”. LOS GIBSON ENTRAN EN ESCENA El Concilio Vaticano II inauguró una era de diálogo ecuménico inter-confesional expresamente convocado por la encíclica (“Siendo, pues, tan grande el patrimonio espiritual común a Cristianos y Judíos, este Sagrado Concilio quiere animar y recomendar entre ellos el conocimiento y estima mutuos, que se logra por los estudios bíblicos y teológicos, así como por un fraternal diálogo”). Pero, sectores ultramontanos de iglesias europeas y americanas desconocieron las reformas generadas por el CV II y optaron por aferrarse a lo que identificaban como tradición secular, aún al precio de un impuesto cismático. Eso es el “lefevbrismo” y eso es el Negacionismo en el cual milita Hutton Gibson, padre del director. Gibson (p) ha negado sistemáticamente la existencia del Holocausto, considerándolo una patraña y alegando que “los nazis no disponían de combustible para quemar tantos cuerpos”. Afirma que los seis millones de judíos masacrados por los nazis en realidad emigraron a los Estados Unidos, tesis que jamás ha impugnado su famoso hijo. Proveniente de semejante tronco antisemita, Mel Gibson arrancó su carrera del tercer milenio con tres filmes de tono antiimperialista. Los ingleses son los villanos de “Braveheart”, sometiendo a los montañeses de Escocia; nuevamente los soldados ingleses pretenden contener atrozmente el alzamiento de los rebeldes americanos en “El Patriota”. Con el estreno de esta obra, numerosos estudiosos salieron a cuestionar la manipulación histórica de la figura de Patrick Henry, un colono esclavista y asesino de indios sobre cuya edulcorada biografía se basa el melodrama. Pero nunca sus versiones libres asumieron tanta malevolencia como en “La Pasión…” Una obra de arte es siempre la resultante de decisiones estéticas y morales; de una infinita paleta, de técnicas laboriosas y diversas, de alternativas de composición, encuadre e iluminación… Deliberadas o intuitivas, las elecciones del artista constituyen el esqueleto sobre el cual se sustenta el producto artístico. Gibson apuntala la película sobre una maliciosa mixtura de tergiversaciones del relato y caracterizaciones canallescas de los personajes judíos, o sea aquellos judíos que negaron la condición mesiánica y el mensaje contestatario de Jesús. Huelga recordar que los evangelios canónicos y las epístolas no constituyen manuales de historia sino textos consagrados de inspiración divina, escritos por autores que no conocieron personalmente a Jesucristo ni menos pertenecieron a su círculo íntimo. Aún aceptando que se constriña a ese marco, el acotarse a sus últimas doce horas limita la visión del judío piadoso y creyente que fuera en vida el carpintero de Nazaret. Esa es una decisión, como asimismo la identificación de Poncio Pilatos como un gobernante reflexivo y casi democrático, aunque la historia lo recuerde como un sátrapa sanguinario, responsable de la muerte de Jesús (Flavio Josefo en “Antigüedades” y Cornelio Tácito en “Anales”). O el forzado diseño de Caifás y Anano como jerarcas poderosos y peticionarios autorizados ante el gobernador romano, cuando en realidad eran empleados de tercer orden en el escalafón de la legación imperial. Pero, si bien esas engañifas son claramente intencionadas y destinadas a enfatizar la supuesta responsabilidad de la ortodoxia judía en el suplicio y muerte de Jesús, nada como el trabajo de orfebrería realizado con la selección de actores y el vestuario en las escenas del Sanhedrín, el tribunal rabínico. Semejante colección de perfiles rapaces, ojillos ruines, espaldas corvas, sólo hubiera sido posible en los sueños nocturnos o las caricaturas de Julius Streicher, editor de “Der Sturmer”, la publicación más fervorosamente antisemita de la Alemania nazi. Y en el paroxismo de la manipulación, la indumentaria de los sacerdotes judíos remite inmediatamente a la imagen de una sinagoga actual, tal como está cristalizada en la iconografía popular. Pero los solideos y los mantos rituales que conocemos nacen de las usanzas y los avances tecnológicos de la Edad Moderna, no eran los empleados por los habitantes de Judea hace veinte siglos… EN RESUMEN “La Pasión de Cristo” es un film mediocre y sanguinario, innecesariamente cruel, nulo en lo artístico. Mencionar la expresividad de Maia Morgenstern, la belleza de Monica Bellucci o la acertada elección del arameo y el latín como lenguajes de la obra son frivolidades en el contexto de un libelo antisemita, un claro intento de entorpecer el diálogo ecuménico y las relaciones fraternas entre los cultos de tronco mosaico. Pero, como es habitual, las batallas modernas se libran en escenarios simultáneos. Derrotado en el artístico, amenazante en lo doctrinario e ideológico, el estratega neoyorquino-australiano se regodea con un triunfo, seguramente el que más lo seducía: la película lleva recaudados setecientos millones de dólares. Gibson invirtió treinta; y nosotros seguimos reflexionando sobre fariseos y saduceos…