Con 6.5 millones de habitantes, Honduras figura entre los países latinoamericanos más pobres y cuenta con casi nueve mil niños que luchan por sobrevivir en las calles de las ciudades ante la indiferencia y el desprecio de la sociedad neoliberal.

(ARGENPRESS) El 80% de su población se debate en la mera subsistencia, mientras desde 1998 al 2004, 2.520 niños y jóvenes mendigos fueron asesinados por presuntos escuadrones de la muerte. El gobierno del presidente Ricardo Maduro actúa a la defensiva y no alcanza resultados tangibles, aunque reconoce los crímenes y trata de combatir la violencia con diversas alternativas, como la formación de una Unidad Especial de Investigación. Desde su creación el año pasado, esa entidad se ha ocupado de apenas 400 de los miles de casos de muertes de infantes ocurridos desde enero de 1998 hasta la fecha. Pero después de sus pesquisas, únicamente 88 denuncias fueron remitidas a la Fiscalía General de la República y apenas tres han culminado con juicios en los que se ha condenado a los autores. La administración ha reconocido públicamente que en muchos de los hechos han participado agentes de la policía, pero sólo dos de ellos han sido declarados culpables. Las promesas sobre el establecimiento de un programa nacional para proteger testigos que presten declaración en actuaciones judiciales, quedaron en el silencio y hasta hoy no se ha creado ningún mecanismo adecuado para ese fin. En tanto, la Organización No Gubernamental (ONG) “Compartir” acusa al gobierno de ser indiferente a los crímenes, al tiempo que atribuye un 23% de las muertes a funcionarios de los cuerpos de seguridad del Estado y a Comités de Seguridad Ciudadana (vigilantes). Se sospecha que estos grupos, formados por el Ministerio de Seguridad hondureño, son en realidad paramilitares, según Gustavo Zelaya, coordinador del programa de apoyo legal para los niños de la calle promovido por la Organización No Gubernamental Casa Alianza. El número de menores fallecidos violentamente crece día a día, en tanto las autoridades declaran que no tienen personal suficiente para pesquisar los homicidios, puntualiza Zelaya. Según el informe anual de Casa Alianza, la falta de investigación en casi la totalidad de las ejecuciones demuestra un grado de impunidad prácticamente absoluto. El documento de la institución internacional con sede en Estados Unidos y amplia presencia en Centroamérica establece que sólo el año último fueron masacradas en Honduras 395 personas menores de 23 años. De esos casos apenas se han investigado un 26.1% y únicamente un 4.4% ha seguido su curso judicial. Casa Alianza destaca que un 78% de los decesos fue a consecuencia de la utilización de armamento bélico, a pesar de la vigencia de la Ley de Control de Armas y la normativa sobre la prohibición de uso de fusiles de asalto. La inseguridad y la violencia que abaten al país no sólo tiene como escenario las calles, parte de esa agresividad también es protagonizada dentro de los centros penitenciarios y de internamiento para menores de edad, agrega el informe. La ONG estima que del 2002 al 2004 perdieron la vida en reclusorios locales 88 menores y resalta que la mayor incidencia se registró en la granja penal de El Porvenir, departamento de Atlántida, con un 40% de mortalidad. Le sigue con un 30% de mortalidad el penal de San Pedro Sula, ubicado a 240 kilómetros al norte de Tegucigalpa, la capital hondureña. Estadísticas de la agrupación defensora de los derechos de la niñez muestran que el 97.72% de las ejecuciones corresponden al sexo masculino y el 2.27% al femenino. También indica que seis denuncias han sido presentadas ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Entre estos están los casos de Martha Saire, Ramón Hernández, Juan Hernández, Ever Boquín y Osman Cáceres, ilegalmente detenidos y torturados en la cárcel de Comayagua. El sexto expediente corresponde a Carlos Jaco, quien permaneció 480 días retenido ilícitamente en un penal para adultos y un recluso le quitó la vida en una reyerta. Muchos de los que han sufrido tan tétrico destino iniciaron su nefasto derrotero cuando se fugaron de sus hogares y se unieron a pandillas como la Mara-18 y Mara Salvatrucha, integradas por unos 100.000 miembros en todo el país, según fuentes del Congreso. Los miembros de estas agrupaciones delictivas, presentes en varios países de América Central y el sur de México, se identifican por tatuajes, pañuelos en sus cabezas, vestuario demasiado holgado y un lenguaje cifrado de palabras y señas. La Mara Salvatrucha y la 18 se originaron en la comunidad de inmigrantes salvadoreños de la sudoccidental ciudad estadounidense de Los Angeles. Más tarde se desplazaron a Centroamérica, cuando la mayoría de sus integrantes fueron detenidos y deportados por haber cometido graves delitos en ese país norteño. El problema de la delincuencia juvenil ha adquirido magnitudes dramáticas, no sólo por su participación en diversos crímenes, sino también por la suerte que muchos de ellos corren. Miembros de la Mara-18 recluidos en el penal de La Ceiba, 400 kilómetros al norte de la capital, realizaron un motín que desembocó en la muerte de 69 internos hace un año. Escalofriante resulta ver como los medios de difusión contribuyen a la insensibilidad social, pues en casi todos los casos informan que los niños y niñas ultimados fueron miembros de una pandilla, sin denunciar su ajusticiamiento y mucho menos explicar cómo llegaron a ese estado. El comisionado nacional de Derechos Humanos, Ramón Custodio, reveló que en Honduras operan “justicieros particulares y estatales” que realizan una “limpieza social” de presuntos maleantes. Para Custodio, la nación vive la más grave ola de violaciones a los derechos humanos desde la década del 1980, cuando Centroamérica sufría varias guerras civiles y el territorio hondureño era base de tropas extranjeras que maniobraban contra la revolución sandinista en Nicaragua.