El Mundo
Se cumplirán 100 años de su muerte
JULIO VERNE (*)
A los once años Julio Verne escapó de su casa. Se metió a grumete en un barco y zarpó para las Indias. Quería ser capitán de marineros de alta mar, quería conocer el mundo entero, tenía más sed de aventuras que de agua dulce, tenía abiertos los ojos, la cabeza y el corazón a la epopeya, a la hazaña y al peligro. Estaba tan loco como lo están todos los chicos de once años.
La sal del mar era su alimento y su guía, su faro y su meta, su brújula y su destino. Y, por sobre todo, quería regresar de las Indias desconocidas con un collar de coral para su prima Carolina Tronson, de la que estaba enamorado con la ciega y sabia determinación de los chicos. A los once años la vida es para siempre. Los padres, la casa, el pozo de la almohada, la risa, el desconcierto, los sentimientos que fraguan el futuro, la amistad, el amor. Sobre todo el amor. Y la imaginación, claro. Nadie vuelve a imaginar nunca como imaginó a los once años. Y la lectura, que también es para siempre. Marcel Proust se preguntaba “¿Quién lee mejor que un chico?”, y hasta acá ningún adulto pudo responderle. Allá va Julio Verne, a sus once años, con las olas perfumándole la piel que crece y los ojos salados por un mar de mar y no de lágrimas: siente que no deja nada valioso atrás. Que todo está adelante. Su padre, Pedro Verne, es hijo de un juez, abogado de profesión, estructurado como un código civil, casado con Sophie de la Füye, una mujer riquísima que acepta ese matrimonio de conveniencia, orgullo de la sociedad de Nantes, para dar realce a la empresa familiar de armadores de barcos y navegantes comerciales. Julio ha nacido en Nantes el 8 de febrero de 1828. A los ocho años entró con su hermano Pablo al seminario de Saint Donati por el que deambuló como un pajarito enjaulado: el mar no cabe en los seminarios. Además en Julio resuenan las andanzas que una amiga de la familia, viuda de un capitán de ultramar, le contó cuando tenía apenas seis años: hay otro mundo más allá del derecho, de la teología y del comercio, un mundo de palabras extrañas como sextante, barlovento o guindaleza, un mundo de averías y goletas donde el único premio es un collar de coral para el amor de Carolina. Hacia allí navega Julio Verne. No va a llegar lejos. El abogado Pedro Verne sale desesperado a buscar a su hijo. Se entera del trayecto del barco. Trepa a un tren. Se baja en Paimboeuf, en el estuario donde el Loire besa al Atlántico, sube a zancadas la planchada del barco y baja a Julio a coscorrones; lo devuelve a Nantes, lo encierra en el liceo y le ordena completar sus estudios allí y seguir retórica y filosofía. Y más tarde Derecho, en París. Adiós aventuras para Julio: está condenado a cuatro paredes y ninguna ola, al perfume del papel entintado en vez de al excitante aroma del mar en fuga. Entonces, el chico lanza un juramento que también es para siempre, como es todo a los once años. -Desde hoy, no viajaré más, sino en sueños. Es un juramento que lo salva, aunque no lo sepa, y salva a generaciones de chicos como Julio que muchos años después abrirán la boca asombrados ante el perfume a mar que tiene el papel entintado en el que se imprimirán sus novelas prodigiosas. LA VIDA ES SUEÑO No más viajes, sólo en sueños. Palabra de Julio Verne. Lo demás fue muy fácil. Consistió en seguir la brújula de su imaginación. El dolor y la frustración no lo abandonaron nunca, ni aún en el final de su larga vida: murió hace casi cien años, el 24 de marzo de 1905 en Amiens, a la vera del Somme y, cómo no, cerca del mar soñado. Fue un alumno ejemplar, como le pidieron. Estudió Derecho en París, como le pidieron. Y no hizo lo que no le pidieron: siguió amando a Carolina con la desesperación de un adolescente y jamás olvidó el mar. Fueron sus dos únicos amores. Pero Carolina se casa con otro en 1847. Carolina, muchacha, ¿cómo se te ocurre dejar de lado al capitán de once años que quiso traerte del otro lado del mundo, después de navegar los siete mares, un collar de corales para tu cuello de cisne? ¿Cómo es que desairas al único grumete de tu vida, al hombre en ciernes que te imaginó para siempre como capitana invencible de su barco de sueños? Julio Verne tiene entonces 19 años. Y si algo le faltaba para que su vida se hiciera pedazos, es el desdén de Carolina. Verne le escribe a uno de sus amigos, el músico Aristide Hignard, una carta que desborda amargura: “Me alejo, desde que no me han querido. Pero unos y otros verán con qué madera está hecho este pobre joven a quien llaman Julio Verne”. Sí que está desguazado, lacerado, rendido. Lo que el joven Verne no sabe es de lo que es capaz un corazón herido. Como piensa en barcos, habla de maderas. Pero su corazón se ha cerrado y ahora sólo tiene espacio para su imaginación. Para sus sueños. Deja Nantes para siempre. No volverá a ese sitio en el que vivió entre rejas. El 12 de noviembre de 1848 llega a París. Se instala con otro veinteañero de su pueblo en un cuartucho sin pretensiones de la calle de la Ancienne Comédie y empieza a escribir, obritas teatrales, sonetos, alguna tragedia en verso. Se recibe de abogado, que es lo que le pidieron, pero se siente atraído por el teatro, del que no sabe nada. El teatro, en cambio, no se siente atraído por el joven Verne quien recién a los 24 años, en 1852, se anima a escribir sobre sus sueños apaleados de chico sin mar y sin amor.. La revista Le musée des Families le publica un artículo periodístico sobre Los primeros navíos de la marina mejicana y una pequeña novela, breve, sin demasiadas pretensiones: Un viaje en globo. Mar y viajes. Ese es Verne, el del corazón estrangulado, a los 24 años: un chico detenido en los once, con trece de dolor encima. Cumple su promesa de viajar en sueños. ¿Alguien quiere oírlo? Su alma de peregrino eterno, sus conocimientos robados al tedio del derecho y de la retórica, su sed nunca aplacada de aventuras sin límites y un acercamiento a ciertos resortes enigmáticos de eso que se llama ciencia, le hacen describir con la precisión de un artillero los peligros que desata su imaginación desbocada y dolida. El artículo y la novela lo hacen conocido. Periodismo es mejor que teatro, Verne. Y los dos son mejor que el derecho. Su texto alegra, solivianta, deslumbra a las familias a las que llega la revista. Los adolescentes se sienten fascinados por ese viaje en globo, por esas travesías libradas al azar, sobrecargadas de escollos, repletas de amenazas que no se leen: se viven. NAVEGAR A LA DERIVA Pero Verne precisa vivir. El oficio de abogado no le llena los bolsillos. ¿Quién confía en un abogado que sueña con los mares? Así que Julio trabaja en la Bolsa de París. Hoy sería un broker, sin el aura de azufre de los yuppies del siglo XXI. Julio entra y sale de ese edificio fantástico que se alza vecino a la iglesia de San Eustaquio y del mercado de Les Halles, en el corazón de la París que se despereza hacia el modernismo. Verne devora libros y revistas de ciencias. Sus sueños también necesitan del desperezo. Se alimenta con el mundo que cambia y, como marinero que es, siempre va un puerto más adelante. Por supuesto, calla. Un agente de bolsa tiene prohibido soñar. Y menos con el mar. Y menos con los viajes de aventuras. Verne vegeta. Imagina, claro, pero vegeta. Se siente viejo a los veinticinco años. Y desde el palo mayor de su vida no ve horizonte, navega a la deriva y con el corazón escorado. -A los 28, en 1856, conoce a quien será su mujer, Honorine-AneHébé Morel, de soltera du Fraysne de Viane. Es una viuda de 26 años, madre de dos niñas, dueña de un capital tal vez modesto, pero de un capital al fin y al cabo, y precisa un padre para sus hijas. Él necesita encarrilar sus bolsillos, la mujer es bella y lo mismo parecen sus intenciones, las niñas precisan un padre y ya no habrá nunca un collar de corales para un cuello de mujer. En esas brasas tibias, casi cenizas, ambos fundan algo así como el amor. Se casan el 10 de enero de 1857. TIEMPO DE DECISIONES El nuevo hogar requiere de más horas en la Bolsa. En 1862 Verne está por decirle adiós a sus sueños y millones de chicos y jóvenes del futuro están por quedarse huérfanos de aventuras. Pero insiste una vez más, acepta el consejo de Alejandro Dumas hijo, que se ufana de que el genio de Giuseppe Verdi le haya puesto música a una de sus novelas que cuenta la historia desdichada de una muchacha que usaba camelias en el escote. Dumas tienta a Verne. Le ofrece presentarle a su editor, PierreJules Hetzel, que también lo es de Víctor Hugo. Julio entonces retoma aquel perdido Viaje en globo de la revista familiar y lo reescribe; lo convierte en novela, lo ensancha, lo enriquece, lo condimenta con dos o tres toques sabios de ciencia aplicada y lo entrega: una botella al mar de su infancia. Y es Hetzel el que ve lo que se esconde detrás de ese corredor de bolsa de barba crecida. Edita entonces esa novela que parece revolucionaria y que titula “Cinco semanas en globo” y que tiene un éxito inmediato, sensacional, en Francia primero y en el mundo después. Hetzel, que no es tonto, comprende que tiene oro en las manos; quiere saber qué otras cosas tiene escritas el ignoto Verne, que ya tiene 34 años. No hay escrito nada más. Lo que está, lo está en la mente afiebrada del chico de once años que se asoma por primera vez al barandal de su madurez y de su vocación verdadera. El editor pregunta qué quiere Verne. Y Julio dice que quiere vivir y escribir, y viajar en sueños, que es lo que prometió furioso a los once años, y desanudar los lazos de su imaginación que le turban el sueño por las noches, y dejar para siempre la Bolsa de París, el precio de las acciones, el derecho, y los códigos rigurosos de Pedro Verne que ya han gobernado en demasía su vida de aventurero sin aventuras. Hetzel le ofrece entonces el trampolín para el despegue. Es el abrazo de un oso, pero es algo: un contrato por veinte años, a veinte mil francos por año a cambio de dos novelas cada año. ¿Dos novelas por año? No saben con qué madera está hecho ese pobre joven al que llaman Julio Verne. En los siguientes sesenta y cinco años de vida, Julio escribe sesenta y cinco novelas extraordinarias. Escribe para chicos, con los ojos puestos en los grandes. Relata aventuras, con la mente puesta en la ciencia. Describe para grandes, con el corazón puesto en los chicos. ¿Qué cosas escribe Julio ahora que puede? Los hijos del Capitán Grant (1867) Veinte mil leguas de viaje submarino (1869) La vuelta al mundo en 80 días (1873) La isla misteriosa (1874) Miguel Strogoff (1876) Y no para. Se pinta de piel y alma en Un capitán de quince años (1878), llega sin viajar al rincón más austral de Argentina en El faro del fin del mundo (1905), se rebela contra los liceos y los seminarios y las facultades en Dos años de vacaciones (1888), se lanza al espacio exterior en De la Tierra a la Luna (1865), se hunde en el misterio de un Viaje al centro de la Tierra (1865). No le queda paisaje ni escenario por describir: hurga en el espacio, en el fondo del mar, en el interior del planeta y en las estepas rusas; en el mar austral, en los Cárpatos ocultos, en el Orinoco inexplorado y en la China de los mandarines. Aventuras y viajes, sólo en sueños. Esa es la madera de Julio. Anticipa el automóvil, el fax, los rayos X, la telefoto, imagina una París sacudida por las luces de neón quince años antes de que exista el alumbrado eléctrico. Se convierte en profeta, en visionario. Pero no se anticipa: es la ciencia del futuro la que va a plagiar los embates irrefrenables de su imaginación lúcida. En De la Tierra a la Luna su personaje Impey Barbicane propone un cohete de aluminio llamado Columbia de 3,6576 metros de largo por 3,0480 de diámetro. El Columbia en el que el astronauta Michael Collins viajó en torno a la Luna mientras Neil Armstrong y Edwin Aldrin la pisaban en 1969, medía 3,0480 de largo por 3,6576 de diámetro. Y era de aluminio. Dice Barbicane: “Cualquier proyectil que salga a una velocidad de 10.9728 metros por segundo disparado en dirección a la Luna debe por fuerza llegar allá.” El manual de la Apolo 11 que llegó a la Luna determinaba: “(?) La velocidad aumentará hasta 10,830 metros por segundo.” De esa madera está hecho Verne. No es un ingeniero del siglo XXI sino un poeta del siglo XIX que nació en pleno romanticismo francés y se subió al potro embravecido del realismo científico en ciernes, y es con esa mezcla de fantasía romántica y rigor de sabio con el que proyecta sus novelas imborrables. “El porvenir es de las máquinas volantes. El aire es un punto de apoyo sólido”, sostiene en sus obras. En El castillo de los Cárpatos describe una función de cine tres años antes de que los hermanos Lumiere la lleven a la realidad, en diciembre de 1895. No es un soñador de ojos cerrados, sino un escritor sagaz que mira con agudeza el tiempo y el mundo que le toca vivir. En 1994 se halló una novela inédita escrita por Julio en 1863: París en el siglo XX, en la que pronostica ciudades sombrías, apresuradas, obsesionadas por el dinero; vaticina el reinado de las finanzas y la mecánica en los hogares de bibliotecas reducidas y muebles inservibles; augura que la electricidad atronadora destrozará a la música; adivina que el espectáculo será una cuestión de Estado pagada y dominada por los emporios industriales; da por hecho las telenovelas, las comedias televisivas, los mega espectáculos, los escenarios colectivos y las transmisiones en cadena. De esa madera está hecho Julio Verne que ya no dejará de escribir hasta su muerte. Por supuesto, con sus primeros éxitos se compró un barco. Lo nombró Saint Michel, en honor del hijo que tuvo con Honorine. Era una chalupa basta de pescadores pobres que usó para navegar corto y seguro por el mar sin tropiezos cercano a Amiens, y también como lugar de trabajo para ahondar en los misterios inacabables de ese animal salado que lo tuvo hechizado de por vida. En ese cascarón pretencioso nació 20.0000 leguas de viaje submarino. Y también viaja por todo lo que no pudo. En 1867, a los 39, se embarca junto a su hermano Pablo rumbo a Estados Unidos en el Great Eastern, un descomunal barco de ruedas construido para colocar el primer cable transoceánico: el futuro no lo deja en paz, le coquetea, lo torea, lo provoca aún en sus viajes de placer. En 1872 se instala para siempre en Amiens, la ciudad natal de su mujer, y ahora sí compra un yate verdadero, el Saint Michel II. Le escribe a una de sus tres hermanas una frase lapidaria que cumplirá como cumple sus promesas: “París no me volverá a ver”. Se dedica un poco a la política, lo eligen representante del pueblo, y mucho a sus libros: escribe allí la mayoría de sus obras de gloria. Sus últimos años parecen sombríos y cargados de melancolía, como fue su vida. El 1 de agosto de 1894 escribe a su hermano “Toda alegría se me ha hecho insoportable, mi carácter está profundamente alterado y he recibido golpes de los que jamás me repondré.” Cree que merece un sillón en la Academia de Letras de Francia. Pero se lo niegan. Ni los argumentos que esgrimieron en su favor y honor los dos Dumas, padre e hijo antes de morir, logran que los méritos de Verne sean reconocidos por esos hombres adustos, inalcanzables que, con el tiempo, se verán obligados a prologar sus libros. IDIOMA UNIVERSAL Cuando la vida de Verne se apaga, su luz empieza a brillar más y más. Hoy sus ochenta y tres libros traducidos a ciento cuarenta y ocho lenguas, venden trescientos mil ejemplares por año en Francia y 2.3 millones de ejemplares en el resto del mundo. Es el triunfo de la imaginación de Julio. Pero Verne es dueño de un triunfo mayor: haber hablado a los chicos de todo el mundo en un idioma único, universal, inolvidable: el de la aventura. Les ha regalado a generaciones enteras el mayor tesoro del que un hombre puede disponer: el de la fantástica experiencia de imaginar. Con esa madera nos construyó Julio Verne, el hombre de nuestras infancias, el que además de cautivar a chicos y jóvenes, les señaló el derrotero de la audacia, les inspiró la confianza en sus sueños, les reveló el poder de la intuición y el valor de la reflexión, les descubrió el placer de traspasar los horizontes simples, les rescató para siempre el mérito indisoluble del descaro y les inculcó la regla de oro de todo adulto que viaja hacia el final de su vida de la mano del chico que alguna vez fue: no hay que dejarse atrapar nunca, ni a los once años ni a los mil, por los expertos en destrozar aventuras. Porque la aventura es una sola y tiene un solo final. Palabra de Julio Verne. Es mucho lo que debemos a un chico de 11 años y a un collar de coral. (*) recibido por Corrientes al Día de TEA Imagen; escrito por Alberto Amato para revista “Viva”, del diario “Clarín”
El compositor mexicano, Armando Manzanero, murió la madrugada de este lunes a los 85 años, víctima de un paro cardíaco y luego de sufrir complicaciones por COVID-19.
“Yo tengo que lamentar mucho, porque me están informando del fallecimiento de don Armando Manzanero”, declaró este lunes, en su habitual conferencia matutina, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador.
“Lamento mucho su fallecimiento. Además un gran compositor… Le enviamos a sus familiares, amigos, a los artistas, a todos los cantautores nuestro pésame, nuestro abrazo, por esta pérdida tan lamentable para el mundo artístico y para México”. En ese momento el presidente dijo que ya no quería seguir con su rueda de prensa diaria de este lunes, misma que finalizó con “Adoro”, un tema de Armando Manzanero.
Ricardo Montaner, cantautor argentino naturalizado venezolano, también confirmó esta noticia en su cuenta de Twitter, al dedicarle a su colega y gran amigo el tema que grabaron juntos llamado “Te extraño”.
La lamentable noticia también fue confirmada por la periodista mexicana de espectáculos Pati Chapoy. “Con dolor en mi corazón les informo que falleció Armando Manzanero”.
Además, diversos medios nacionales mexicanos y de otros países latinos señalaron que fue la manager del compositor, Laura Blum, quien confirmó el deceso.
El cantante enfermó después de inaugurar su museo en Mérida, Yucatán, y su salud se deterioró en cuestión de días y siempre fue considerado como un paciente de riesgo por su edad y la diabetes que padeció por varios años.
Siguiendo el protocolo, el cantautor se resguardó en su casa donde le dieron todos los cuidados necesarios como un concentrador de oxígeno propio.
Fuente: infobae.com
El Mundo
Putin no se aplicó la Sputnik V porque no es recomendable para mayores de 60 años
VACUNA RUSA
El presidente de Rusia, Vladímir Putin, prometió que se vacunará “sin falta, apenas sea posible”, contra la covid-19, en su tradicional rueda de prensa anual, que este año se celebra de manera telemática debido a la pandemia del coronavirus.
“Yo atiendo a las recomendaciones de nuestros especialistas y por eso por ahora no me he puesto la vacuna, pero lo haré sin falta cuando sea posible”, dijo el jefe del Kremlin al contestar a una pregunta sobre si había vacunado.
Explicó que la vacuna que se emplea en la campaña de vacunación el país, la Sputnik-V, está aprobada para un determinado grupo de edad, de 18 a 60 años: “A la gente como yo la vacuna todavía no llega”, dijo Putin, que el 7 octubre pasado cumplió 68 años.
Según declaraciones que reproduce Bloomberg, algunos insumos necesarios para fabricar la vacuna escasean, por lo que la producción se encuentra también demorada.
Indicó que la pandemia de covid-19 ha causado un “mar de problemas”, que Rusia -subrayó- “ha afrontado con dignidad”. “En parte, quizás, mejor que en otros países que con razón están orgullosos de su economía y del desarrollo de sus servicios sociales y sistemas sanitarios”, agregó el presidente ruso.
Destacó que “en el mundo no había ningún sistema sanitario preparado” para hacer frente a la pandemia del nuevo coronavirus y que el sistema ruso “resulto más eficaz en comparación con los de otros países”.
Además indicó que si al comienzo de la pandemia contra el coronavirus luchaban 8.300 médicos, actualmente son 150.000 gracias a los programas de perfeccionamiento y a la readecuación de los hospitales para tratar a los pacientes con covid-19.
En este sentido, destacó la capacidad de Rusia para “movilizar recursos rápidamente”. A día de hoy en Rusia han muerto 49.151 personas de covid-19 y el país, con un total de más de 2,7 millones positivos por coronavirus, ocupa el cuarto lugar en el mundo por número de contagios detrás de Estados Unidos, la India y Brasil.
Fuente: infobae.com
Se produjo una caída generalizada de varios servicios de Google, y desde el navegador por ejemplo es imposible para los usuarios acceder a servicios como Gmail o YouTube, que dan como respuesta un error 500.
La incidencia afecta aparentemente a usuarios de todo el mundo tanto en ordenadores de sobremesa y portátiles como en móviles. No es posible acceder a servicios como Gmail, Calendar, Docs o YouTube, aunque otros como Translate o Maps parecen seguir funcionando.
Servicios como DownDetector que permiten comprobar el estado de diversos servicios en internet gracias a los informes que envían y comparten los usuarios muestra problemas en servicios como Gmail, aunque de momento la mayoría de problemas parecen registrarse en Europa, con algunas zonas en Japón, India y la costa este de Estados Unidos también mostrando incidencias.