Opinión
Fragmento de El Hombre Mediocre, de José Ingenieros
LA MEDIOCRACIA (*)
El clima de la mediocridad. En raros momentos la pasión caldea la historia y los idealismos se exaltan: cuando las naciones se constituyen y cuando se renuevan. Primero es secreta ansia de libertad, lucha por la independencia más tarde, luego crisis de consolidación institucional, después vehemencia de expansión o pujanza de energías.
Los genios pronuncian palabras definitivas; plasman los estadistas sus planes visionarios; ponen los héroes su corazón en la balanza del destino. Es, empero, fatal que los pueblos tengan lar gas intercadencias de encebadamiento. La historia – no conoce un solo caso en que altos ideales trabajen con ritmo continuo la evolución de una raza. Hay horas de palingenesia y las hay de apatía, con vigilias y sueños, días y noches, primaveras y otoños, en cuyo alternarse infinito se divide la continuidad del tiempo. En ciertos períodos la nación se adormece dentro del país, el organismo vegeta; el espíritu se amodorra. Los apetitos acosan a los ideales, tornándose dominadores y agresivos. No hay astros en el horizonte ni oriflamas en los campanarios. Ningún clamor de pueblo se percibe; no resuena el eco de grandes voces animadoras. Todos se apiñan en torno de los manteles oficiales para alcanzar alguna migaja de la merienda. Es el clima de la mediocridad. Los Estados tórnanse mediocracias, que los filólogo s inexpresivos preferirían denominar “mesocracias”. Entra en la penumbra el culto por la verdad, el afán de admiración, la fe en creencias firmes, la exaltación de ideales, el desinterés, la abnegación, todo lo que está en el camino de la virtud y de la dignidad. En un mismo diapasón utilitario se templan todos los espíritus. Se habla por refranes, como discurría Panza, Sé cree por catecismos, como predicaba Tartufo; se vive de expedientes, como enseñó Gil BIas. Todo lo vulgar encuentra fervorosos adeptos en los que representan los intereses militantes; sus más encumbrados portavoces resultan esclavos en su clima. Son actores a quienes les está prohibido improvisar: de otro modo romperían el molde a que se ajustan las demás piezas del mosaico. Platón, sin quererlo, al decir de la democracia: “Es el peor de los buenos gobiernos, pero es el mejor entre los malos”, definió la mediocracia. Han transcurrido siglos, la sentencia conserva su verdad. En la primera década del siglo XX se ha acentuado la decadencia moral de las clases gobernantes. En cada comarca, una facción de vividores detenta los engranajes del mecanismo oficial, excluyendo de su seno a cuantos desdeñan tener complicidad en sus empresas. Aquí son castas advenedizas, allí sindicatos industriales, acullá facciones de parlaembaldes. Son gavillas y se titulan partidos. Intentan disfrazar con ideas su monopolio del Estado. Son bandoleros que buscan la encrucijada más impune para expoliar a la sociedad. Políticos sin vergüenza hubo en todos los tiempos y bajo todos los regímenes; pero encuentran mejor clima en las burguesías sin ideales. Donde todos pueden hablar, callan los ilustrados; los enriquecidos prefieren escuchar a los más viles embaidores. Cuando el ignorante se cree igualado al estudioso, el bribón al apóstol, el boquirroto al elocuente y el burdégano al digno, la escala del mérito desaparece en una oprobiosa nivelación de villanía. Eso es la mediocracia: los que nada saben creen decir lo que piensan, aunque cada uno sólo acierta a repetir dogmas o auspiciar voracidades. Esa chatura moral es más grave que la aclimatación de la tiranía; nadie puede volar donde todos se arrastran. Conviénese en llamar urbanidad a la hipocresía, distinción al amaneramiento, cultura a la timidez, tolerancia a la complicidad; la mentira proporciona estas denominaciones equívocas. Y los que así mienten son enemigos de sí mismos y de la patria, deshonrando en ella a sus padres y a sus hijos, carcomiendo la dignidad común. En esos paréntesis de alcornocamiento aventúranse las mediocracias por senderos innobles. La obsesión de acumular tesoros materiales, o el torpe afán de usufructuarlos en la holganza, borra del espíritu colectivo todo rastro de ensueño. Los países dejan de ser patrias, cualquier ideal parece sospechoso. Los filósofos, los sabios y los artistas están de más; la pesadez de la atmósfera estorba a sus alas y dejan de volar. Su presencia mortifica a los traficantes, a todos los que trabajan por lucro, a los esclavos del ahorro o de la avaricia. Las cosas del espíritu son despreciadas; no siéndoles propicio el clima, sus cultores son contados; no llegan a inquietar a las mediocracias; están proscriptos dentro del país, que mata a fuego lento sus ideales, sin necesitar desterrarlos. Cada hombre queda preso entre mil sombras que lo rodean y lo paralizan. Siempre hay mediocres. Son perennes. Lo que varía es su prestigio y su influencia. En las épocas de exaltación renovadora muéstranse humildes, son tolerados; nadie los nota, no osan inmiscuirse en nada. Cuando se entibian los ideales y se reemplaza lo cualitativo por lo cuantitativo, se empieza a contar con ellos. Apercíbense entonces de su número, se mancomunan en grupos, se arrebañan en partidos. Crece su influencia en la justa medida en que el clima se atempera; el sabio es igualado al analfabeto, el rebelde al lacayo, el poeta al prestamista. La mediocridad se condensa, conviértese en sistema, es incontrastable. Encúmbranse gañanes, pues no florecen genios: las creaciones y las profecías son imposibles si no están en el alma de la época. La aspiración de lo mejor no es privilegio de todas las generaciones. Tras una que ha realizado un gran esfuerzo, arrastrada o conmovida por un genio, la siguiente descansa y se dedica a vivir de glorias pasadas, conmemorándose sin fe; las facciones dispútanse los manejos administrativos, compitiendo en manosear todos los ensueños. La mengua de éstos se disfraza con exceso de pompa y de palabras; acállase cualquier protesta dando participación en los festines; se proclaman las mejores intenciones y se practican bajezas abominables; se miente el arte; se miente la justicia; se miente el carácter. Todo se miente con la anuencia de todos; cada hombre pone precio a su complicidad, un precio razonable que oscila entre un empleo y una condecoración. Los gobernantes no crean tal estado de cosas y de espíritus: lo representan. Cuando las naciones dan en bajíos, alguna facción se apodera del engranaje constituido o reformado por hombres geniales. Florecen legisladores, pululan archivistas, cuélitanse los funcionarios por legiones: las leyes se multiplican, sin reforzar por ello su eficacia. Las ciencias conviértense en mecanismos oficiales, en institutos y academias donde jamás brota el genio y al talento mismo se le impide que brille: su presencia humillaría con la fuerza del contraste. Las artes tórnanse industrias patrocinadas por el Estado, reaccionario en sus gustos y adverso a toda previsión de nuevos ritmos o de nuevas formas; la imaginación de artistas y poetas parece aguzarse en descubrir las grietas del presupuesto y filtrarse por ellas. En tales épocas los astros no surgen. Huelgan: la sociedad no los necesita; bástale su cohorte de funcionarios. El nivel de los gobernantes desciende hasta marcar el cero; la mediocracia es una confabulación de los ceros contra las unidades. Cien políticos torpes juntos no valen un estadista genial. Sumad diez ceros, cien, mil, todos los de las matemáticas, y no tendréis cantidad alguna, siquiera negativa. Los políticos sin ideal marcan el cero absoluto en el termómetro de la historia, conservándose limpios de infamia y de virtud, equidistantes de Nerón y de Marco Aurelio. Una apatía conservadora caracteriza a esos períodos; entíbiase la ansiedad de las cosas elevadas, prosperando a su contra el afán de los suntuosos formulismos. Los gobernantes que no piensan parecen prudentes; los que nada hacen titúlanse reposados; los que no roban resultan ejemplares. El concepto del mérito se torna negativo: las sombras son preferibles a los hombres. Se busca lo originariamente mediocre o lo mediocrizado por la senilidad. En vez de héroes, genios o santos, se reclama discretos administradores. Pero el estadista, el filósofo, el poeta, los que realizan, predican y cantan alguna parte de un ideal están ausentes. Nada tienen que hacer. La tiranía del clima es absoluta: nivelarse o sucumbir. La regla conoce pocas expresiones en la historia. Las mediocracias negaron siempre las virtudes, las bellezas, las grandezas, dieron el veneno a Sócrates, el leño a Cristo, el fuego a Bruno; y mientras escarnecían a esos hombres ejemplares, aplastándolos con su saña o armando contra ellos algún brazo enloquecido, ofrecían su servidumbre a gobernantes imbéciles o ponían su hombro para sostener las más torpes tiranías. A un precio: que éstas garantizaran a las clases hartas la tranquilidad necesaria para usufructuar sus privilegios. En esas épocas del lenocinio, la autoridad es fácil de ejercitar: las cortes se pueblan de serviles, de retóricos que parlotean lucrando, de aspirantes a algún bajalato, de pulchinelas en cuyas conciencias está siempre colgando el albarán iltnominioso. Las mediocracias apuntálense en los apetitos de los que ansían vivir de ellas y en el miedo de los que temen perder la pitanza. La indignidad civil es ley en esos climas. Todo hombre declina su personalidad al convertirse en funcionario: no lleva visible la cadena al pie, como el esclavo, pero la arrastra ocultamente, amarrada en su intestino. Ciudadanos de una patria son los capaces de vivir por su esfuerzo, sin la cebada oficial. Cuando todo se sacrifica a ésta, sobreponiendo los apetitos a las aspiraciones, el sentido moral se degrada y la decadencia se aproxima. En vano se busca remedios en la glorificación del pasado. De ese atafagamiento los pueblos no despiertan loando lo que fue, sino sembrando el porvenir. La patria. Los países son expresiones geográficas y los Estados son formas de equilibrio político. Una patria es mucho más y es otra cosa: sincronismo de espíritus y de corazones, temple uniforme para el esfuerzo y homogénea disposición para el sacrificio, simultaneidad en la aspiración de la grandeza, en el pudor de la humillación y en el deseo de la gloria. Cuando falta esa comunidad de esperanzas, no hay patria, no puede haberla: hay que tener ensueños comunes, anhelar juntos grandes cosas y sentirse decididos a realizarlas, con la seguridad de que, al marchar todos en pos de un ideal, ninguno se quedará en mitad del camino contando sus talegas. La patria está implícita en la solidaridad sentimental de una raza y no en la confabulación de los politiquistas que medran a su sombra. N o basta acumular riquezas para crear una patria: Cartago no lo fue. Era una empresa. Las áureas minas, las industrias afiebradas y las lluvias generosas hacen de cualquier país un rico emporio: se necesitan ideales de cultura para que en él haya Una patria. Se rebaja el valor de ese concepto cuando se lo aplica a países que carecen de unidad moral, más parecidos a factorías de logreros autóctonos o exóticos que a legiones de soñadores cuyo ideal parezca un arco tendido hacia un objetivo de dignificación común. La patria tiene intermitencias: su unidad, moral desaparece en ciertas épocas de rebajamiento, cuando se eclipsa todo afán de cultura o se enseñorean viles apetitos de mando y de enriquecimiento. Y el remedio contra esa crisis de chatura no está en el fetichismo del pasado, sino en la siembra del porvenir, concurriendo a crear un nuevo ambiente moral propicio a toda culminación de la virtud, del ingenio y del carácter. Cuando no hay patria, no puede haber sentimiento colectivo de la nacionalidad -inconfundible con la mentira patriótica explotada en todos los países por los mercaderes y los militaristas-. Sólo es posible en la medida en que marca el ritmo unísono de los corazones para un noble perfeccionamiento y nunca para una innoble agresividad que hiera el mismo sentimiento de otras nacionalidades. No hay manera más baja de amar a la patria que odiando a las patrias de los otros hombres, como si todas no fuesen igualmente dignas de engendrar en sus hijos iguales sentimientos. El patriotismo debe ser emulación colectiva para que la propia nación ascienda a las virtudes de que dan ejemplo otras mejores; nunca debe ser envidia colectiva que haga sufrir de la ajena superioridad y mueva a desear el alejamiento de los otros hasta el propio nivel. Cada patria es un elemento de la humanidad; el anhelo de la dignificación nacional debe ser un aspecto de nuestra fe en la dignificación humana. Asciende cada raza a su más alto nivel, como patria, y por el esfuerzo de todos remontará el nivel de la especie, como humanidad. Mientras un país no es patria, sus habitantes no constituyen una nación. El celo de la nacionalidad sólo existe en los que se sienten acomunados para perseguir el mismo ideal. Por eso es más hondo y pujante en las mentes conspicuas; las naciones más homogéneas son las que cuentan hombres capaces de sentirlo y servirlo. La exigua capacidad de ideales impide a los espíritus bastos ver en el patrimonio un alto ideal; los tránsfugas de la moral, ajenos a la sociedad en que viven, no pueden concebirlo; los esclavos y los siervos tienen, apenas, un país natal. Sólo el hombre digno y libre puede tener una patria. Puede tenerla; no lo tiene siempre, pues tiempos hay en que sólo existe en la imaginación de pocos: uno, diez, acaso algún centenar de elegidos. Ella está entonces en ese punto ideal donde converge la aspiración de los mejores, de cuantos la sienten sin medrar de oficio a horcajadas de la política. En esos pocos está la nacionalidad y vibra en ellos; mantiénense ajenos a su afán los millones de habitantes que comen y lucran en el país. El sentimiento enaltecedor nace en muchos soñadores jóvenes pero permanece rudimentario o se distrae en la apetencia común; en pocos elegidos llega a ser dominante, anteponiéndose a pequeñas tentaciones de piara o de cofradía. Cuando los intereses venales se sobreponen al ideal de los espíritus cultos, que constituyen el alma de una nación, el sentimiento nacional degenera y se corrompe: la patria es explotada como una industria. Cuando se vive hartando groseros apetitos y nadie piensa que en el canto de un poeta o la reflexión de un filósofo puede estar una partícula de la gloria común, la nación se abisma. Los ciudadanos vuelven a la condición de habitantes. La patria, a la de país. Eso ocurre periódicamente, como si la nación necesitara parpadear en su mirada hacia el porvenir. Todo se tuerce y abaja, desapareciendo la molicie individual en la común: diríase que en la culpa colectiva se esfuma la responsabilidad de cada uno. Cuando el conjunto se dobla, como en el barquinazo de un buque, parece, por relatividad, que ninguna cosa se doblará. Sólo el que se levanta y mira desde otro plano a los que navegan advierte su descenso, como si frente a ellos fuese un punto inmóvil: un faro en la costa. Cuando las miserias morales asuelan a un país, culpa es de todos los que, por falta de cultura y de ideal, no han sabido amarlo como patria: de todos los que vivieron de ella sin trabajar para ella. (*) Fragmento del capítulo VIII de El hombre mediocre, libro esencial con el que el médico y filósofo positivista José Ingenieros (1877-1925) estigmatizó la hipocresía política y el servilismo moral que ya a principios del siglo XX cultivaba la clase dirigente argentina, para agobio de la ciudadanía y de las fuerzas creativas. Fuente: TEA
Dijo en San Juan el presidente Fernández: “lo que nos hace evolucionar o crecer no es el mérito, como nos han hecho creer en los últimos años, porque el más tonto de los ricos tiene muchas más posibilidades que el más inteligente de los pobres”.
Esto es tan falso, tan terriblemente insultante para la inteligencia, que es difícil decidir por dónde empezar a analizarlo. Sólo diré que Steve Jobs (Apple), Bill Gates (Windows), Jeff Bezos (Amazon) y Marcos Galperin (Mercado Libre), son algunas de las fortunas más grandes del mundo y de Argentina, y NINGUNO fue hijo de rico. Este pelotudismo socrático y retrógrado ha sido totalmente superado en los países desarrollados… ¡Y PRECISAMENTE PORQUE LO SUPERARON SON DESARROLLADOS!
Luego invocó a Alberdi y Sarmiento, reinterpretándolos con un pensamiento tan retorcido que los vuelve irreconocibles. Dijo admirarlos porque “vislumbraron la importancia de la educación pública, que nada es más importante que el conocimiento humano” y del sanjuanino aseguró que “en un gesto inigualable de igualdad, resolvió que todos los que estudian en la escuela pública calcen un guardapolvo blanco para que las diferencias sociales allí donde se aprende no aparezcan. Con todo eso nos dijo que el estado debe estar muy presente en el desarrollo humano y que finalmente lo que más vale es la igualdad, es propender a un sistema más igualitario”.
Pobres Alberdi y Sarmiento. Si pensamos cuales referentes históricos argentinos estuvieron absolutamente en contra de la intromisión del estado (que debía ser pequeño) en el quehacer cotidiano de los ciudadanos, fueron sin dudas estas dos inmensas figuras de nuestra patria. Hacer semejantes distorsiones de su pensamiento es una ofensa a sus memorias y, como se hacía en la escuela, debería lavarse la boca con jabón para limpiar sus palabras.
Alberdi decía que “la omnipotencia del Estado es la negación de la libertad individual” y que “la grandeza del vecino, forma parte elemental e inviolable de la nuestra”, LO OPUESTO al igualitarismo y el desconocimiento del mérito.
¿Y qué pensaba Sarmiento?, al que dijo admirar. El sanjuanino dijo: “las cumbres se alcanzan doblando el empeño” y “toda la historia de los progresos humanos es la simple imitación del genio”; Don Domingo era un ferviente defensor del mérito, concepto que el señor presidente denigra.
Es increíble que en la actualidad, con lo fácil que es conocer la realidad de otros países, todavía existan personas “educadas” (en realidad son apenas instruidas, la educación implica pensamiento crítico algo que les es ajeno) que sean tan ciegas como para dejarse engañar así.
El presidente habla de defender el federalismo y a las provincias del “pulpo” del puerto, cuándo el mayor héroe de esta gente fue Rosas, quien prohibió los puertos del Paraná para que todo el comercio exterior pasara por Buenos Aires, empobreciendo a las otras provincias. Obsesión rosista por el monopolio del puerto porteño que condujo a la muerte a valerosos patriotas en la Vuelta de Obligado, sacrificio disfrazado con la mentira de la “defensa de soberanía”.
Valga la apostilla: ese fue el mismo Rosas que le quitó los sueldos a los docentes de las escuelas y universidades estatales, hundiendo en la ignorancia a los pobres y yendo en contra de la tan mentada “igualdad de oportunidades” con la que se llenan la boca.
¿Habla del federalismo y de trato igualitario para todas las provincias?, cuando el peronismo fue el mayor promotor del crecimiento del conurbano bonaerense y que le otorgó tantos subsidios a la luz, el gas y a los combustibles, que hacía que en Buenos Aires se pagara hasta 5 veces más barato los servicios públicos que en el resto del país. ¿En serio? ¿Se puede ser tan caradura? Y lo peor, ¿se puede ser tan idiota como para creerles?
También dijo Fernández: “lo que uno más debería desear como argentino, es que cada argentino tenga la oportunidad de nacer…”, ¿oportunidad de nacer?, ¿de qué oportunidad de nacer habla quien defiende el aborto?, ¿se puede ser más cínico y contradictorio? “…Y de morirse feliz después de haber vivido bien, en la provincia donde ha nacido”, ¿morirse feliz?, ¿Cómo Solange que murió sin ver a su padre?, ¿o Facundo Astudillo?, ¿o Franco Martínez?, ¿o Franco Isorni?, ¿o Luis Espinoza?, todos desaparecidos y muertos en democracia en este 2020.
Entiendo (no comparto) que los que “están prendidos” defiendan “el modelo”… ¿pero el resto?, ¿el laburante que deja más de la mitad de su sueldo en impuestos para mantener punteros y para que le den por sus impuestos la porquería de salud, educación, seguridad y justicia que tenemos?, ¿el profesional que como universitario debería ser capaz de ver más allá de las mentiras de los demagogos? Cómo decía Sarmiento y se aplica a los “educados” que egresan de la universidad: “era el que más sabia… Pero el que menos entendía”.
Lo cierto es que a decir del gran sanjuanino: “la ignorancia es atrevida”, pero aún es más atrevida la avaricia, la soberbia y el despotismo de quienes conducen hoy el destino de nuestra patria y que lejos están de seguir el siguiente principio rector del cuyano: “fui criado en un santo horror por la mentira, al punto que el propósito de ser siempre veraz ha entrado a formar el fondo de mi carácter y de ello dan testimonio todos los actos de mi vida”.
Quienes creemos en la Libertad, en la igualdad ante la Ley y no por la Ley, y en el Respeto por la vida y la propiedad del prójimo, no solo tenemos el deber ético y moral, sino también la impostergable necesidad de oponernos y manifestarnos en contra de los atropellos que se están cometiendo contra los argentinos y contra la República.
El momento es YA… antes de que terminen de hundirnos y de someternos, antes de que no quede nada por salvar.
(*) Rogelio López Guillemain
La pandemia de COVID-19 ha tenido un impacto profundo en nuestras sociedades. Además de la crisis sanitaria, ha afectado la educación, la vida social y los medios de subsistencia. A una economía difícil, esto lo ha profundizado aún más.
Para nuestros jóvenes muchos de estos impactos será a largo plazo y multidimensionales: Por ejemplo, 191 países han implementado el cierre de escuelas a nivel nacional o local, y 1,5 mil millones de personas no pueden asistir a la escuela ya que no disponen de tecnología básica para acceder a las plataformas educativas.
Sin embargo, hay muchos jóvenes liderando esta crisis y no se han quedado de brazos cruzados. Hay una Juventud que está apoyando el diseño y la ejecución de programas sociales pensando en caminos creativos y de respuesta.
También debemos destacar la variedad de emprendimientos que han surgido adaptando propuestas comerciales a estos nuevos tiempos donde se pudo ver la creatividad y el desarrollo de productores locales.
Es fundamental continuar apoyando estos proyectos para que tengan continuidad formulando estrategias competitivas, incentivando y se conviertan en micro empresas sustentables económicamente.
Sumar programas de recuperación en base a economías locales y ver como su fuerza creativa comienza a enriquecer a instituciones, proyectos sustentables y caminos nuevos para salir adelante.
Pienso que un camino de desarrollo es no solo fortalecer las economías regionales sino volver a los oficios, capacitarnos y tener herramientas prácticas para generar recursos propios.
Estamos atravesando un momento de reinvención muy grande y donde más que nunca necesitamos estar unidos, sacar nuestras fortalezas y trabajar juntos como sociedad pensando en lo que queremos construir, diseñando la sociedad futura, poniendo foco en nuestros recursos y liderar.
Es fundamental generar herramientas para crear una sociedad más igualitaria y solidaria y no solo como respuesta a la pandemia sino también pensando a largo plazo y abordando todos el compromiso de crear un cambio duradero.
Recuerda una crónica del diario perfil: “Eduardo Lorenzo Borocotó el 23 octubre de 2005 obtuvo una banca. Pero antes de asumir algo cambió. El 9 de noviembre visitó la Casa Rosada, acompañado por su hijo. ¿Con quién tenía cita? Con el actual presidente Alberto Fernández, quien era jefe de gabinete de Néstor Kirchner. Borocotó se reunió con los dos. A Kirchner no lo conocía. A Fernández, sí.
El mismo día del encuentro en la Rosada, Borocotó anunció su partida del bloque macrista: armó un mono-bloque independiente, afín al kirchnerismo. Alberto Fernández explicó la jugada: "Tenemos que ser amplios. Hay muchos votantes y dirigentes de ARI que están descontentos con Carrió, por ejemplo. Y nosotros estamos abiertos a recibirlos, así como a los radicales, peronistas y a todos los que crean en el proyecto del Presidente".
En nuestras democracias actuales, se debería empezar a pensar en que los ciudadanos, en vez de elegir a personas que encarnen proyectos, ideologías, o letras muertas de lo establecido en partidos políticos, votemos directamente, proyectos, propuestas, modelos o formas de hacer las cosas y que la ejecución de las mismas, pase a ser un tema totalmente secundario, esto sí podría denominarse algo que genere una revalidación de lo democrático, pero no estamos en condiciones de hacerlo actualmente, primordialmente porqué el gobierno de ese pueblo, está en manos de uno sólo, a lo sumo, en cogobierno por un legislativo (con flagrantes problemas en relación a la representatividad, que sería todo un capítulo aparte el analizarlo) y supeditado a un judicial, que siempre falla, de fallar en todas sus acepciones, liberar la opción de ese pueblo, para que elija su gobierno, mediante las ideas que se le propongan, sin que sea esto eclipsado por la figura de un líder o lo que fuere, en tanto y en cuanto siga siendo uno, recién podrá ser posible, cuando su vínculo con la vida y la muerte, no tenga que ser anatematizado mediante la creencia o no creencia, que como vimos son las dos caras de una misma moneda, en un ser único y todo poderoso, creador de este mundo y de todos los otros, los posibles como los imposibles.
La violencia del estado que en la actualidad se traduce en su sobre-presencia en ciertos sectores a costa de la ausencia del mismo en vastas áreas y bolsones, la sobreactuación de un supuesto sentir o hacer democrático, en donde sólo se ejerce una dudosa aclamatoria de mayorías (sistemas de preselección de candidatos cerrada, como internas que no se llevan a cabo, que transfieren el sentido de elegir por el de optar, entre quiénes ellos, de acuerdo a sus reglas disponen que tengamos que optar, es decir elegir condicionados) debería estar tipificado en la normativa, como uno de los delitos más flagrantes contra las instituciones y el pleno ejercicio de la libertad, de tal manera, la ciudadanía no tendría excusas como para no levantarse en puebladas, en manifestaciones que dan cuenta de la total y absoluta anomia, en que la incapacidad de cierto sector de la clase política nos puede volver a conducir en cualquier otro momento u oportunidad. Propuestas es lo que sobra, se precisa de predisposición de estos para hacerles sentir a la ciudadanía que algo determinan, con el pago de sus impuestos y con sus votos. En tiempos electorales, una práctica que debería ser desterrada y que es una muestra expresa del democraticidio, es la compra de votos, sea mediante una dádiva, prebenda, por intermedio de corte de chapas, dinero, mercadería, merca o lo que fuere, como de las mentiras flagrantes e inconsistentes las que ofrecen por doquier. Como también lo es la no sanción de los hechos de corrupción, o la dilación en demasía para resolver los mismos, perpetrados por hombres que hayan pertenecido al funcionariado público.
Si somos presa de políticos corruptos seguiremos encarcelados en el imperativo de una sociedad penalizada y penalizante para sancionar delitos y no para reconvertir conductas que no nos lleven a ellas.
Hasta aquí sí se quiere, nada nuevo bajo el sol, o desconocido para todos aquellos a quiénes, Alfonsín nos prometió que con “la democracia se educa, se come, se cura, no necesitamos nada más, que nos dejen de mandonear…” la nueva modalidad, de estas suertes de “democraticidios” que nos afectan, es que el poder unipersonal del ejecutivo nacional, pasó a un sistema, tal como lo definió un constitucionalista “vicepresidencialista” y por tanto, Alberto, el creador del “borocotismo”, tal como Víctor Frankenstein, pasó a ser víctima de su propia creación, de su mutación práctica de lo representativo.
En la aceleración, profundización o intensificación del cristinismo, camporismo o kirchnerismo recargado, en el que recayó Alberto, no quedaría otro espacio en la historia para él, que un título de un libro escrito por Miguel Bonasso, acerca de Héctor Cámpora; “El presidente que no fue”.
La mayoría que se construyó a tales efectos, con una propagación mayor que la de un virus desconocido y contagioso, se reconstituye con proverbial dinámica y en las próximas elecciones demostrará cuán cerca o lejos puede estar de un poder político, en la actualidad, “borocotizado”.
(*) Por Francisco Tomás González Cabañas.